>Dar calidad de vida a los años
>
Las barreras de la edad
Nacemos de uno en uno y crecemos, nos estancamos o menguamos, tanto físicamente, como en sentidos y capacidades; una conjunción de múltiples variables nos convierte en únicos. Sin embargo, la sociedad se empeña en encasillarnos en cajas rotuladas por especies, texturas, formas, colores y -hoy, más que nunca- por cronología. Respetada en el pasado, la edad madura no había sufrido antes tal acoso discriminador. La ONU ha llamado la atención sobre la creciente tendencia de elegir empuje frente a experiencia -en realidad, sueldos baratos frente a remuneraciones dignas-. Acarrea, según sus estudios, consecuencias negativas en la economía, porque jóvenes y veteranos aportan elementos distintos y complementarios al proceso productivo. En la vida social, la brecha de la segregación, en función del calendario, se agranda en el silencio de la casilla donde nos han colocado.
Política, mercado, comunicación, modelos de referencia, apuestan por un icono de piel tersa. España -más que otros países- se ha convertido en paradigma del culto a la juventud. Veneración de fachada; hueca, como casi todo en la sociedad actual.
Los niños vienen henchidos de futuro. Pero los resultados de un inquietante sondeo llevado a cabo por una firma comercial aseguran que el 78% de los pequeños españoles aspiran a ser de mayores… “famosos”, sin vincularlo a ninguna actividad profesional. Alguien -y algo- los ha fabricado con esa mentalidad. Aunque, seguramente, en muchos late un más edificante espíritu.
Con un horizonte de trabajos inestables y sueldos mileuristas, los adolescentes no parecen confiar en disponer de verdaderas oportunidades, ni estímulos. Ni con apetito de lucha. Según un estudio del Instituto Aragonés de Estadística, más del 70% de los estudiantes de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), de 12 a 16 años, preferiría cobrar el paro a tener un empleo. Añade que esa cifra es similar a la media española. La apatía parece reinar hasta la treintena y aún más allá, o de eso se les acusa. Hay excepciones que terminarán por dirigir su destino.
De los 30 a los 45 llega la plenitud, la consolidación. El suelo se mueve bajo sus pies, sin embargo. Seísmos investidos de inseguridad laboral o temor al futuro que -en forma de otros más jóvenes- les pisa los talones. El liberalismo brutal, como raíz del problema. O la insuficiente soberanía del mercado, según los contrarios al control mínimo o nulo del Estado, injusta desde el punto de vista social. También en ese tramo, los humanos aparecemos diferenciados, inimitables, capaces de demostrar que cualquier reto es posible.
Entretanto, un ingente número de mujeres y unos pocos hombres -embutidos en botox, cosidos y estirados- tratan de planchar las arrugas de cara y cuerpo aspirando a que alguien con dificultades visuales les confunda con un joven -supuesto salvoconducto para obtener éxito, dinero, poder e incluso amor-. Para la escritora norteamericana Naomi Wolf, el problema atañe a la capacidad de “estar orgullosos de nuestra propia vida”. En El mito de la belleza, Wolf declara: “Borrar los años de la cara de una mujer es borrar su identidad, su poder y su historia”. Y, aun así, surge la tentación teñida de contradicciones: sólo terso se es competitivo, ¿no será el bisturí la llave?
Porque la mujer, como siempre, se ve más perjudicada. Laboralmente… y en las relaciones personales. Buena parte de los hombres maduros que buscan estabilidad sentimental hurgan en estuches que ofertan parejas 5, 10, 20 años más jóvenes que ellos -la mujer sigue siendo un adorno estético-. Los cincuentones, por ejemplo, no comprenden que sus coetáneas ofrecen exactamente lo mismo que, en sus espejos, visualizan como atractivos propios: inteligencia, madurez, supuesta seguridad… y, eso sí, un físico deteriorado. A los 40, la mujer ya empieza a experimentar el vértigo: ha de mantenerse, como sea, en el tope máximo de la edad deseable. Las leyes del mercado sentimental se rigen, en parte, por modelos de temporada. Encontraremos quien se burle de la moda, mantenga su independencia y su razón, y se calce sus arrugas… y su soledad.
Voces muy autorizadas -Valentín Fuster en su último libro, La ciencia y la vida, con José Luis Sampedro y Olga Lucas- se alarman de la pasividad de la juventud actual, pero -tanto o más- del retiro social de los maduros. El manto del olvido cubre sobre todo a los jubilados. Domésticos de lujo en el cuidado de los nietos, no se les plantean oportunidades reales de desarrollo. Por fortuna, libres ya de ataduras y prejuicios, algunos se lanzan a vivir, tal vez, como nunca antes lo hicieron. Se zambullen en la Red -abierta a ignotos mundos-, descubren aficiones o hacen turismo. Los viajes mixtos de la tercera edad constituyen una “repesca” para poder experimentar el goce de sentir. No es más halagüeña la situación para la olvidada tierra de nadie entre la juventud y la senectud. Para aquellos que -plenos de facultades- hemos doblado el cabo de la vida, en donde, previsiblemente, es más corto el tramo por vivir que el ya vivido. Atacados por un imperceptible virus maligno, nuestros cuerpos parecen despedir olor a retiro.
Nos ha tocado vivir la más difícil etapa histórica: la del falso culto a la juventud. Pero los matices marcan diferencias. En los países serios, las noticias son difundidas, aún, por rostros curtidos, con más de 50 años. Gran parte de ellos son mujeres, sin que nadie vomite al verlos. En Francia, países escandinavos, sajones, o Estados Unidos, se busca la credibilidad, nacida de la experiencia aprovechada. Barbara Walters, todavía presenta, con 79 años, programas especiales en la televisión norteamericana. Diane Sawyer continúa, a los 63, en pantalla, altamente valorada. Aquí, la televisión pública estatal, TVE, ha mandado a casa a los mayores de 50 años. Mientras, se contrata la amnesia. Muchas grandes empresas se desprenden de los veteranos…. más caros, libres e incómodos. No es justo, aunque la libertad adquirida -con planes de prejubilación que aseguran un mínimo sustento- permite estrenar una vida nueva.
Para el sociólogo Fermín Bouza, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense de Madrid, “prescindir de quien quiere trabajar, justo a la edad de conocimiento máximo, es un despilfarro incalculable de capital humano”. Sólo que “lo humano” no es una variable esencial a considerar en una sociedad mercantil y privatizada.
La feminista norteamericana Betty Friedan se preguntaba en Las fuentes de la edad: “¿Es la vejez un accidente o un avance evolutivo?”. Porque somos el único ser vivo que llega a sobrepasar, en 30 o 40 años, la edad reproductiva. Estamos aquí para algo más que asegurar la pervivencia de la especie -de sobra garantizada, y amenazada por peligros menos gratificantes-. La ciencia ha prolongado la vida, incluso la ha dotado de calidad; pero ya no sabemos con qué fin. A menos que lo encontremos, como siempre, de uno en uno.
Todo icono refleja a la sociedad que lo crea. Muchas buscaron -desde los griegos- armonía, equilibrio, perfección. El siglo XX se inicia con una explosión de creatividad y rebeldía. La misma que -algo más ingenua- impregnó los sesenta, exuberantes y coloridos. La mujer, entretanto, engordó y adelgazó al ritmo que le marcaban y siembre hubo de ser joven.
Nuestra sociedad de hoy parece querer borrar surcos y matices, peso. Allanar también el pensamiento. Compartimentar, para aislarnos y enfrentarnos. Su imagen -enjuta, sintética, plastificada- podría simbolizar su inconsistencia en los frágiles hilillos que constituyen las piernas de las modelos. No es casual. Los mismos entes que producen niños planos, aspirantes a famosos, consumidores desde ahora y para siempre, cercan a las demás generaciones. Planchar rostros genera beneficios económicos, contratar en el trabajo a jóvenes inexpertos, menos costo. La insatisfacción permanente, vulnerable desasosiego, o rendición. ¿Dignificar la escala de valores imperante es tarea imposible? ¿Será, aún, verdad que las ideas, la ilusión, la imaginación y el coraje cambian el mundo? Puede que haya llegado la apremiante hora de comprobarlo. A cualquier edad.
>Las barreras de la edad
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Nacemos de uno en uno y crecemos, nos estancamos o menguamos, tanto físicamente, como en sentidos y capacidades; una conjunción de múltiples variables nos convierte en únicos. Sin embargo, la sociedad se empeña en encasillarnos en cajas rotuladas por especies, texturas, formas, colores y -hoy, más que nunca- por cronología. Respetada en el pasado, la edad madura no había sufrido antes tal acoso discriminador. La ONU ha llamado la atención sobre la creciente tendencia de elegir empuje frente a experiencia -en realidad, sueldos baratos frente a remuneraciones dignas-. Acarrea, según sus estudios, consecuencias negativas en la economía, porque jóvenes y veteranos aportan elementos distintos y complementarios al proceso productivo. En la vida social, la brecha de la segregación, en función del calendario, se agranda en el silencio de la casilla donde nos han colocado.
Política, mercado, comunicación, modelos de referencia, apuestan por un icono de piel tersa. España -más que otros países- se ha convertido en paradigma del culto a la juventud. Veneración de fachada; hueca, como casi todo en la sociedad actual.
Los niños vienen henchidos de futuro. Pero los resultados de un inquietante sondeo llevado a cabo por una firma comercial aseguran que el 78% de los pequeños españoles aspiran a ser de mayores… “famosos”, sin vincularlo a ninguna actividad profesional. Alguien -y algo- los ha fabricado con esa mentalidad. Aunque, seguramente, en muchos late un más edificante espíritu.
Con un horizonte de trabajos inestables y sueldos mileuristas, los adolescentes no parecen confiar en disponer de verdaderas oportunidades, ni estímulos. Ni con apetito de lucha. Según un estudio del Instituto Aragonés de Estadística, más del 70% de los estudiantes de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), de 12 a 16 años, preferiría cobrar el paro a tener un empleo. Añade que esa cifra es similar a la media española. La apatía parece reinar hasta la treintena y aún más allá, o de eso se les acusa. Hay excepciones que terminarán por dirigir su destino.
De los 30 a los 45 llega la plenitud, la consolidación. El suelo se mueve bajo sus pies, sin embargo. Seísmos investidos de inseguridad laboral o temor al futuro que -en forma de otros más jóvenes- les pisa los talones. El liberalismo brutal, como raíz del problema. O la insuficiente soberanía del mercado, según los contrarios al control mínimo o nulo del Estado, injusta desde el punto de vista social. También en ese tramo, los humanos aparecemos diferenciados, inimitables, capaces de demostrar que cualquier reto es posible.
Entretanto, un ingente número de mujeres y unos pocos hombres -embutidos en botox, cosidos y estirados- tratan de planchar las arrugas de cara y cuerpo aspirando a que alguien con dificultades visuales les confunda con un joven -supuesto salvoconducto para obtener éxito, dinero, poder e incluso amor-. Para la escritora norteamericana Naomi Wolf, el problema atañe a la capacidad de “estar orgullosos de nuestra propia vida”. En El mito de la belleza, Wolf declara: “Borrar los años de la cara de una mujer es borrar su identidad, su poder y su historia”. Y, aun así, surge la tentación teñida de contradicciones: sólo terso se es competitivo, ¿no será el bisturí la llave?
Porque la mujer, como siempre, se ve más perjudicada. Laboralmente… y en las relaciones personales. Buena parte de los hombres maduros que buscan estabilidad sentimental hurgan en estuches que ofertan parejas 5, 10, 20 años más jóvenes que ellos -la mujer sigue siendo un adorno estético-. Los cincuentones, por ejemplo, no comprenden que sus coetáneas ofrecen exactamente lo mismo que, en sus espejos, visualizan como atractivos propios: inteligencia, madurez, supuesta seguridad… y, eso sí, un físico deteriorado. A los 40, la mujer ya empieza a experimentar el vértigo: ha de mantenerse, como sea, en el tope máximo de la edad deseable. Las leyes del mercado sentimental se rigen, en parte, por modelos de temporada. Encontraremos quien se burle de la moda, mantenga su independencia y su razón, y se calce sus arrugas… y su soledad.
Voces muy autorizadas -Valentín Fuster en su último libro, La ciencia y la vida, con José Luis Sampedro y Olga Lucas- se alarman de la pasividad de la juventud actual, pero -tanto o más- del retiro social de los maduros. El manto del olvido cubre sobre todo a los jubilados. Domésticos de lujo en el cuidado de los nietos, no se les plantean oportunidades reales de desarrollo. Por fortuna, libres ya de ataduras y prejuicios, algunos se lanzan a vivir, tal vez, como nunca antes lo hicieron. Se zambullen en la Red -abierta a ignotos mundos-, descubren aficiones o hacen turismo. Los viajes mixtos de la tercera edad constituyen una “repesca” para poder experimentar el goce de sentir. No es más halagüeña la situación para la olvidada tierra de nadie entre la juventud y la senectud. Para aquellos que -plenos de facultades- hemos doblado el cabo de la vida, en donde, previsiblemente, es más corto el tramo por vivir que el ya vivido. Atacados por un imperceptible virus maligno, nuestros cuerpos parecen despedir olor a retiro.
Nos ha tocado vivir la más difícil etapa histórica: la del falso culto a la juventud. Pero los matices marcan diferencias. En los países serios, las noticias son difundidas, aún, por rostros curtidos, con más de 50 años. Gran parte de ellos son mujeres, sin que nadie vomite al verlos. En Francia, países escandinavos, sajones, o Estados Unidos, se busca la credibilidad, nacida de la experiencia aprovechada. Barbara Walters, todavía presenta, con 79 años, programas especiales en la televisión norteamericana. Diane Sawyer continúa, a los 63, en pantalla, altamente valorada. Aquí, la televisión pública estatal, TVE, ha mandado a casa a los mayores de 50 años. Mientras, se contrata la amnesia. Muchas grandes empresas se desprenden de los veteranos…. más caros, libres e incómodos. No es justo, aunque la libertad adquirida -con planes de prejubilación que aseguran un mínimo sustento- permite estrenar una vida nueva.
Para el sociólogo Fermín Bouza, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense de Madrid, “prescindir de quien quiere trabajar, justo a la edad de conocimiento máximo, es un despilfarro incalculable de capital humano”. Sólo que “lo humano” no es una variable esencial a considerar en una sociedad mercantil y privatizada.
La feminista norteamericana Betty Friedan se preguntaba en Las fuentes de la edad: “¿Es la vejez un accidente o un avance evolutivo?”. Porque somos el único ser vivo que llega a sobrepasar, en 30 o 40 años, la edad reproductiva. Estamos aquí para algo más que asegurar la pervivencia de la especie -de sobra garantizada, y amenazada por peligros menos gratificantes-. La ciencia ha prolongado la vida, incluso la ha dotado de calidad; pero ya no sabemos con qué fin. A menos que lo encontremos, como siempre, de uno en uno.
Todo icono refleja a la sociedad que lo crea. Muchas buscaron -desde los griegos- armonía, equilibrio, perfección. El siglo XX se inicia con una explosión de creatividad y rebeldía. La misma que -algo más ingenua- impregnó los sesenta, exuberantes y coloridos. La mujer, entretanto, engordó y adelgazó al ritmo que le marcaban y siembre hubo de ser joven.
Nuestra sociedad de hoy parece querer borrar surcos y matices, peso. Allanar también el pensamiento. Compartimentar, para aislarnos y enfrentarnos. Su imagen -enjuta, sintética, plastificada- podría simbolizar su inconsistencia en los frágiles hilillos que constituyen las piernas de las modelos. No es casual. Los mismos entes que producen niños planos, aspirantes a famosos, consumidores desde ahora y para siempre, cercan a las demás generaciones. Planchar rostros genera beneficios económicos, contratar en el trabajo a jóvenes inexpertos, menos costo. La insatisfacción permanente, vulnerable desasosiego, o rendición. ¿Dignificar la escala de valores imperante es tarea imposible? ¿Será, aún, verdad que las ideas, la ilusión, la imaginación y el coraje cambian el mundo? Puede que haya llegado la apremiante hora de comprobarlo. A cualquier edad.
O Dios o Frankenstein
No es nuevo decir que una de las angustias más frecuentes de los individuos que habitan las sociedades de nuestro entorno es el miedo a envejecer. La prosperidad de las empresas dedicadas a la cirugía plástica (en España se realizaron medio millón de operaciones estéticas el pasado año) y los beneficios de la industria cosmética así lo atestiguan. Y es que los avances en la reparación de la carrocería humana han llegado a límites impensables hace sólo una década por lo que ya puede asegurarse que, con un poco de dinero y una buena elección del reparador, el aspecto exterior de los seres humanos puede mantenerse joven durante muchos años. Ser joven es, sobre todo, un estado de ánimo. Y para conseguir esa anhelada prolongación de la juventud avanza desbocada una ciencia médica biogenética a la que se le ponen demasiadas trabas. Ya se dice que, al menos teóricamente, el ser humano podría vivir 125 años o más sin que las dificultades para alcanzar esa edad sean excesivas, pero lo verdaderamente importante no es disfrutar de un aspecto joven muchos años sino que el organismo, por dentro, no se desmorone de un modo inevitable. No en vano se puede observar que hay muchos más ancianos resignados que dichosos. El problema es cómo resolver el deterioro de la salud mental porque de lo contrario sería absurdo hacer realidad lo que, en teoría, es perfectamente factible.
También es verdad que los gobiernos, en general, y los poderes económicos que manejan los hilos del mundo no se sienten entusiasmados con esa posible longevidad general. La razón es tan simple como comprensible: ningún Estado podría mantener un sistema de pensiones que cubriera a la totalidad de la población hasta edad tan provecta. Y ningún Gobierno se arriesgaría a permitir en su país una población que precisara del establecimiento masivo de alternativas de ocio, cultura, entretenimiento y trabajo específico. En definitiva: la razón para interponer trabas a ciertas investigaciones científicas e impedirlas en nombre de no se sabe qué criterios morales parece ser, como siempre, económica.
Ya se sabe que el proceso de envejecimiento del ser humano se caracteriza por cuatro elementos concretos: alteraciones en el metabolismo de la glucosa, disminución progresiva de testosterona, pérdida de masa ósea y ausencia de vitaminas antioxidantes, lo que se materializa en un quebranto de las facultades físicas. No parece que se trate de elementos tan graves como para que su corrección exija de demasiados esfuerzos. Lo que sucede es que ese proceso viene acompañado de algo más que la disminución de facultades físicas: se nutre de una progresiva disminución de las facultades psíquicas, de un decaimiento progresivo, una resignación aprendida de lo que se ve alrededor y una convicción cultural de que lo que toca es envejecer y luego morir. El aburrimiento ante el exceso de cromos repetidos, dirían algunos; por no decir que la verdad es que descubrimos desolados que soplamos con menos fuerza cuantas más son las velas que adornan nuestra tarta de cumpleaños.
Aun así no nos resignamos sino que exigimos más años de vida saludable, porque lo creemos posible. Bastaría con extender la atención reparadora del aspecto exterior del ser humano (lo que es sencillo mediante prácticas de cirugía plástica, cremas y hábitos de vida) y con profundizar en el estudio de la genética molecular y celular, en la experimentación con células-madre y en la investigación de los procesos de regeneración del organismo. Ello supondría una inversión estatal en I+D que no se desea o no es posible, una decisión firme de tomarse en serio el desarrollo investigador y una voluntad política hasta ahora inexistente.
Lo más sobresaliente de este proceso antienvejecimiento tan ansiado por la población es que, hasta donde es fácil deducir, en el mundo se ha impuesto una medicina para ricos y otra para pobres. Y para los muy ricos, para esas fortunas inconmensurables que cada vez disfrutan más individuos sin nombre ni rostro, se realizan prácticas de las que lo más prudente es no hablar. Porque, ¿cómo atreverse a denunciar el dramático tráfico de órganos humanos existente? ¿Cómo especular con la permanente desaparición de niños expuesta por la Unión Europea y Amnistía Internacional, entre otros, que afecta a tantos países, desde Mozambique a la India, desde Brasil a Sudáfrica, y a otros muchos lugares a los que resulta imposible señalar porque nunca quedan rastros a seguir ni pruebas que aportar? ¿Y cómo averiguar qué sucede en realidad en la trastienda de algunas clínicas privadas de cirugía estética en algún que otro país? No es posible denunciar, insisto, porque se carece de pruebas, pero el debate está abierto y nos debería hacer pensar sobre algunas cosas que están sucediendo a nuestro alrededor.
La ciencia biogenética tiene un gran futuro pero, sobre todo, un futuro hoy por hoy impensable. Se anuncian bacterias capaces de generar energía, se amenaza con saltarse la prohibición de patentar nuevos fármacos biomoleculares (de efectos que no conocemos), se especula con logros tecnológicos inimaginables hoy… Se asusta a la población insinuando que, sin controlar a los científicos, alguno podría crear artificialmente genes que conformen un virus letal utilizado como arma terrorista (para la extensión de una epidemia, por ejemplo). Pero, ¿acaso ciertos gobiernos no cuentan ya con armas químicas y biológicas capaces de arrasar una ciudad o un país entero? La ciencia no debería ser nunca sospechosa por investigar y crear: acabamos de ver que en Estados Unidos se ha logrado crear vida artificial fabricando la cadena de ADN de una bacteria y que en Valencia se ha conseguido impulsar una clonación celular para curar enfermedades. Es verdad que los científicos pueden ser Dios o Frankenstein; pueden crear, fabricar e investigar para el bien o para el mal, como siempre se ha hecho, pero el uso que se haga de los avances científicos no será responsabilidad del investigador sino del sistema político que lo utilice.
Por lo que ya sabemos, Fausto no sería hoy un soñador, ni el Holandés Errante un vagabundo de los siete mares, ni Prometeo un patológico ambicioso; tampoco soñarían los buscadores de Eldorado, los perseguidores de la eterna juventud o los médicos medievales de las soluciones alquímicas. Ni Dorian Grey necesitaría un pacto diabólico. El futuro ya está aquí y con su perseverancia y las sorpresas que cada día nos transmiten los medios de comunicación nos insinúa que Blade Runner es cada vez menos ciencia-ficción, que La Isla es mucho más real de lo que creíamos cuando la vimos en el cine, que las novelas que describen los deseos eternos del ser humano han dejado de ser mera ficción y que la longevidad extrema es una posibilidad real para quien pueda pagársela. Otra cosa es la nueva desigualdad social entre quienes tengan que acudir al precario ambulatorio de la esquina y quien pueda pagarse Houston, Navarra o el más sofisticado de los centros privados. Pero tampoco eso sería ninguna novedad en el mundo, para qué engañarnos.
Es natural el miedo a envejecer; y comprensible la aspiración a perpetuarse y sobrevivir en las mejores condiciones físicas y mentales. La juventud vive de sueños y la vejez de recuerdos, decía George Herbert acertadamente. Así pues, ¿quién no quisiera ser siempre joven? Pero una cosa es aceptar investigaciones y descubrimientos obtenidos a través de cordones umbilicales, placentas y material orgánico humano desechable y otra muy diferente ocultar actividades científicas y médicas ilegales y denigrantes, en el probable caso de que se estén realizando. Y no es preciso referirse a la moral al tratar de estos asuntos: la moral responde a un tiempo concreto y a una ideología determinada y la ciencia no puede detenerse ante semejante estrechez coyuntural, como nunca lo hizo. En todo caso cabe referirse a la ética, a esos principios inmutables ante los que, con frecuencia, miramos hacia otro lado. Que la ciencia transgreda es inevitable e, hipocresías aparte, al final a nadie le parecería mal si el cáncer termina venciéndose o las enfermedades cardiovasculares se convierten en cosa del pasado, como la viruela.
Pero lo decente es vigilar porque si el precio a pagar es en vida de niños, en manipulación de enfermos terminales y en compra de órganos a los más pobres, sería repugnante. La indecencia nos acecha en el modelo de sociedad que hemos creado entre todos aunque, al fin y al cabo, el dinero sólo puede comprar lo que está en venta. Y algunas cosas no lo pueden estar. ¿Controlar a los científicos? No lo sé. Mejor sería pagarles más.
O Dios o Frankenstein
No es nuevo decir que una de las angustias más frecuentes de los individuos que habitan las sociedades de nuestro entorno es el miedo a envejecer. La prosperidad de las empresas dedicadas a la cirugía plástica (en España se realizaron medio millón de operaciones estéticas el pasado año) y los beneficios de la industria cosmética así lo atestiguan. Y es que los avances en la reparación de la carrocería humana han llegado a límites impensables hace sólo una década por lo que ya puede asegurarse que, con un poco de dinero y una buena elección del reparador, el aspecto exterior de los seres humanos puede mantenerse joven durante muchos años. Ser joven es, sobre todo, un estado de ánimo. Y para conseguir esa anhelada prolongación de la juventud avanza desbocada una ciencia médica biogenética a la que se le ponen demasiadas trabas. Ya se dice que, al menos teóricamente, el ser humano podría vivir 125 años o más sin que las dificultades para alcanzar esa edad sean excesivas, pero lo verdaderamente importante no es disfrutar de un aspecto joven muchos años sino que el organismo, por dentro, no se desmorone de un modo inevitable. No en vano se puede observar que hay muchos más ancianos resignados que dichosos. El problema es cómo resolver el deterioro de la salud mental porque de lo contrario sería absurdo hacer realidad lo que, en teoría, es perfectamente factible.
También es verdad que los gobiernos, en general, y los poderes económicos que manejan los hilos del mundo no se sienten entusiasmados con esa posible longevidad general. La razón es tan simple como comprensible: ningún Estado podría mantener un sistema de pensiones que cubriera a la totalidad de la población hasta edad tan provecta. Y ningún Gobierno se arriesgaría a permitir en su país una población que precisara del establecimiento masivo de alternativas de ocio, cultura, entretenimiento y trabajo específico. En definitiva: la razón para interponer trabas a ciertas investigaciones científicas e impedirlas en nombre de no se sabe qué criterios morales parece ser, como siempre, económica.
Ya se sabe que el proceso de envejecimiento del ser humano se caracteriza por cuatro elementos concretos: alteraciones en el metabolismo de la glucosa, disminución progresiva de testosterona, pérdida de masa ósea y ausencia de vitaminas antioxidantes, lo que se materializa en un quebranto de las facultades físicas. No parece que se trate de elementos tan graves como para que su corrección exija de demasiados esfuerzos. Lo que sucede es que ese proceso viene acompañado de algo más que la disminución de facultades físicas: se nutre de una progresiva disminución de las facultades psíquicas, de un decaimiento progresivo, una resignación aprendida de lo que se ve alrededor y una convicción cultural de que lo que toca es envejecer y luego morir. El aburrimiento ante el exceso de cromos repetidos, dirían algunos; por no decir que la verdad es que descubrimos desolados que soplamos con menos fuerza cuantas más son las velas que adornan nuestra tarta de cumpleaños.
Aun así no nos resignamos sino que exigimos más años de vida saludable, porque lo creemos posible. Bastaría con extender la atención reparadora del aspecto exterior del ser humano (lo que es sencillo mediante prácticas de cirugía plástica, cremas y hábitos de vida) y con profundizar en el estudio de la genética molecular y celular, en la experimentación con células-madre y en la investigación de los procesos de regeneración del organismo. Ello supondría una inversión estatal en I+D que no se desea o no es posible, una decisión firme de tomarse en serio el desarrollo investigador y una voluntad política hasta ahora inexistente.
Lo más sobresaliente de este proceso antienvejecimiento tan ansiado por la población es que, hasta donde es fácil deducir, en el mundo se ha impuesto una medicina para ricos y otra para pobres. Y para los muy ricos, para esas fortunas inconmensurables que cada vez disfrutan más individuos sin nombre ni rostro, se realizan prácticas de las que lo más prudente es no hablar. Porque, ¿cómo atreverse a denunciar el dramático tráfico de órganos humanos existente? ¿Cómo especular con la permanente desaparición de niños expuesta por la Unión Europea y Amnistía Internacional, entre otros, que afecta a tantos países, desde Mozambique a la India, desde Brasil a Sudáfrica, y a otros muchos lugares a los que resulta imposible señalar porque nunca quedan rastros a seguir ni pruebas que aportar? ¿Y cómo averiguar qué sucede en realidad en la trastienda de algunas clínicas privadas de cirugía estética en algún que otro país? No es posible denunciar, insisto, porque se carece de pruebas, pero el debate está abierto y nos debería hacer pensar sobre algunas cosas que están sucediendo a nuestro alrededor.
La ciencia biogenética tiene un gran futuro pero, sobre todo, un futuro hoy por hoy impensable. Se anuncian bacterias capaces de generar energía, se amenaza con saltarse la prohibición de patentar nuevos fármacos biomoleculares (de efectos que no conocemos), se especula con logros tecnológicos inimaginables hoy… Se asusta a la población insinuando que, sin controlar a los científicos, alguno podría crear artificialmente genes que conformen un virus letal utilizado como arma terrorista (para la extensión de una epidemia, por ejemplo). Pero, ¿acaso ciertos gobiernos no cuentan ya con armas químicas y biológicas capaces de arrasar una ciudad o un país entero? La ciencia no debería ser nunca sospechosa por investigar y crear: acabamos de ver que en Estados Unidos se ha logrado crear vida artificial fabricando la cadena de ADN de una bacteria y que en Valencia se ha conseguido impulsar una clonación celular para curar enfermedades. Es verdad que los científicos pueden ser Dios o Frankenstein; pueden crear, fabricar e investigar para el bien o para el mal, como siempre se ha hecho, pero el uso que se haga de los avances científicos no será responsabilidad del investigador sino del sistema político que lo utilice.
Por lo que ya sabemos, Fausto no sería hoy un soñador, ni el Holandés Errante un vagabundo de los siete mares, ni Prometeo un patológico ambicioso; tampoco soñarían los buscadores de Eldorado, los perseguidores de la eterna juventud o los médicos medievales de las soluciones alquímicas. Ni Dorian Grey necesitaría un pacto diabólico. El futuro ya está aquí y con su perseverancia y las sorpresas que cada día nos transmiten los medios de comunicación nos insinúa que Blade Runner es cada vez menos ciencia-ficción, que La Isla es mucho más real de lo que creíamos cuando la vimos en el cine, que las novelas que describen los deseos eternos del ser humano han dejado de ser mera ficción y que la longevidad extrema es una posibilidad real para quien pueda pagársela. Otra cosa es la nueva desigualdad social entre quienes tengan que acudir al precario ambulatorio de la esquina y quien pueda pagarse Houston, Navarra o el más sofisticado de los centros privados. Pero tampoco eso sería ninguna novedad en el mundo, para qué engañarnos.
Es natural el miedo a envejecer; y comprensible la aspiración a perpetuarse y sobrevivir en las mejores condiciones físicas y mentales. La juventud vive de sueños y la vejez de recuerdos, decía George Herbert acertadamente. Así pues, ¿quién no quisiera ser siempre joven? Pero una cosa es aceptar investigaciones y descubrimientos obtenidos a través de cordones umbilicales, placentas y material orgánico humano desechable y otra muy diferente ocultar actividades científicas y médicas ilegales y denigrantes, en el probable caso de que se estén realizando. Y no es preciso referirse a la moral al tratar de estos asuntos: la moral responde a un tiempo concreto y a una ideología determinada y la ciencia no puede detenerse ante semejante estrechez coyuntural, como nunca lo hizo. En todo caso cabe referirse a la ética, a esos principios inmutables ante los que, con frecuencia, miramos hacia otro lado. Que la ciencia transgreda es inevitable e, hipocresías aparte, al final a nadie le parecería mal si el cáncer termina venciéndose o las enfermedades cardiovasculares se convierten en cosa del pasado, como la viruela.
Pero lo decente es vigilar porque si el precio a pagar es en vida de niños, en manipulación de enfermos terminales y en compra de órganos a los más pobres, sería repugnante. La indecencia nos acecha en el modelo de sociedad que hemos creado entre todos aunque, al fin y al cabo, el dinero sólo puede comprar lo que está en venta. Y algunas cosas no lo pueden estar. ¿Controlar a los científicos? No lo sé. Mejor sería pagarles más.
>O Dios o Frankenstein
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No es nuevo decir que una de las angustias más frecuentes de los individuos que habitan las sociedades de nuestro entorno es el miedo a envejecer. La prosperidad de las empresas dedicadas a la cirugía plástica (en España se realizaron medio millón de operaciones estéticas el pasado año) y los beneficios de la industria cosmética así lo atestiguan. Y es que los avances en la reparación de la carrocería humana han llegado a límites impensables hace sólo una década por lo que ya puede asegurarse que, con un poco de dinero y una buena elección del reparador, el aspecto exterior de los seres humanos puede mantenerse joven durante muchos años. Ser joven es, sobre todo, un estado de ánimo. Y para conseguir esa anhelada prolongación de la juventud avanza desbocada una ciencia médica biogenética a la que se le ponen demasiadas trabas. Ya se dice que, al menos teóricamente, el ser humano podría vivir 125 años o más sin que las dificultades para alcanzar esa edad sean excesivas, pero lo verdaderamente importante no es disfrutar de un aspecto joven muchos años sino que el organismo, por dentro, no se desmorone de un modo inevitable. No en vano se puede observar que hay muchos más ancianos resignados que dichosos. El problema es cómo resolver el deterioro de la salud mental porque de lo contrario sería absurdo hacer realidad lo que, en teoría, es perfectamente factible.
También es verdad que los gobiernos, en general, y los poderes económicos que manejan los hilos del mundo no se sienten entusiasmados con esa posible longevidad general. La razón es tan simple como comprensible: ningún Estado podría mantener un sistema de pensiones que cubriera a la totalidad de la población hasta edad tan provecta. Y ningún Gobierno se arriesgaría a permitir en su país una población que precisara del establecimiento masivo de alternativas de ocio, cultura, entretenimiento y trabajo específico. En definitiva: la razón para interponer trabas a ciertas investigaciones científicas e impedirlas en nombre de no se sabe qué criterios morales parece ser, como siempre, económica.
Ya se sabe que el proceso de envejecimiento del ser humano se caracteriza por cuatro elementos concretos: alteraciones en el metabolismo de la glucosa, disminución progresiva de testosterona, pérdida de masa ósea y ausencia de vitaminas antioxidantes, lo que se materializa en un quebranto de las facultades físicas. No parece que se trate de elementos tan graves como para que su corrección exija de demasiados esfuerzos. Lo que sucede es que ese proceso viene acompañado de algo más que la disminución de facultades físicas: se nutre de una progresiva disminución de las facultades psíquicas, de un decaimiento progresivo, una resignación aprendida de lo que se ve alrededor y una convicción cultural de que lo que toca es envejecer y luego morir. El aburrimiento ante el exceso de cromos repetidos, dirían algunos; por no decir que la verdad es que descubrimos desolados que soplamos con menos fuerza cuantas más son las velas que adornan nuestra tarta de cumpleaños.
Aun así no nos resignamos sino que exigimos más años de vida saludable, porque lo creemos posible. Bastaría con extender la atención reparadora del aspecto exterior del ser humano (lo que es sencillo mediante prácticas de cirugía plástica, cremas y hábitos de vida) y con profundizar en el estudio de la genética molecular y celular, en la experimentación con células-madre y en la investigación de los procesos de regeneración del organismo. Ello supondría una inversión estatal en I+D que no se desea o no es posible, una decisión firme de tomarse en serio el desarrollo investigador y una voluntad política hasta ahora inexistente.
Lo más sobresaliente de este proceso antienvejecimiento tan ansiado por la población es que, hasta donde es fácil deducir, en el mundo se ha impuesto una medicina para ricos y otra para pobres. Y para los muy ricos, para esas fortunas inconmensurables que cada vez disfrutan más individuos sin nombre ni rostro, se realizan prácticas de las que lo más prudente es no hablar. Porque, ¿cómo atreverse a denunciar el dramático tráfico de órganos humanos existente? ¿Cómo especular con la permanente desaparición de niños expuesta por la Unión Europea y Amnistía Internacional, entre otros, que afecta a tantos países, desde Mozambique a la India, desde Brasil a Sudáfrica, y a otros muchos lugares a los que resulta imposible señalar porque nunca quedan rastros a seguir ni pruebas que aportar? ¿Y cómo averiguar qué sucede en realidad en la trastienda de algunas clínicas privadas de cirugía estética en algún que otro país? No es posible denunciar, insisto, porque se carece de pruebas, pero el debate está abierto y nos debería hacer pensar sobre algunas cosas que están sucediendo a nuestro alrededor.
La ciencia biogenética tiene un gran futuro pero, sobre todo, un futuro hoy por hoy impensable. Se anuncian bacterias capaces de generar energía, se amenaza con saltarse la prohibición de patentar nuevos fármacos biomoleculares (de efectos que no conocemos), se especula con logros tecnológicos inimaginables hoy… Se asusta a la población insinuando que, sin controlar a los científicos, alguno podría crear artificialmente genes que conformen un virus letal utilizado como arma terrorista (para la extensión de una epidemia, por ejemplo). Pero, ¿acaso ciertos gobiernos no cuentan ya con armas químicas y biológicas capaces de arrasar una ciudad o un país entero? La ciencia no debería ser nunca sospechosa por investigar y crear: acabamos de ver que en Estados Unidos se ha logrado crear vida artificial fabricando la cadena de ADN de una bacteria y que en Valencia se ha conseguido impulsar una clonación celular para curar enfermedades. Es verdad que los científicos pueden ser Dios o Frankenstein; pueden crear, fabricar e investigar para el bien o para el mal, como siempre se ha hecho, pero el uso que se haga de los avances científicos no será responsabilidad del investigador sino del sistema político que lo utilice.
Por lo que ya sabemos, Fausto no sería hoy un soñador, ni el Holandés Errante un vagabundo de los siete mares, ni Prometeo un patológico ambicioso; tampoco soñarían los buscadores de Eldorado, los perseguidores de la eterna juventud o los médicos medievales de las soluciones alquímicas. Ni Dorian Grey necesitaría un pacto diabólico. El futuro ya está aquí y con su perseverancia y las sorpresas que cada día nos transmiten los medios de comunicación nos insinúa que Blade Runner es cada vez menos ciencia-ficción, que La Isla es mucho más real de lo que creíamos cuando la vimos en el cine, que las novelas que describen los deseos eternos del ser humano han dejado de ser mera ficción y que la longevidad extrema es una posibilidad real para quien pueda pagársela. Otra cosa es la nueva desigualdad social entre quienes tengan que acudir al precario ambulatorio de la esquina y quien pueda pagarse Houston, Navarra o el más sofisticado de los centros privados. Pero tampoco eso sería ninguna novedad en el mundo, para qué engañarnos.
Es natural el miedo a envejecer; y comprensible la aspiración a perpetuarse y sobrevivir en las mejores condiciones físicas y mentales. La juventud vive de sueños y la vejez de recuerdos, decía George Herbert acertadamente. Así pues, ¿quién no quisiera ser siempre joven? Pero una cosa es aceptar investigaciones y descubrimientos obtenidos a través de cordones umbilicales, placentas y material orgánico humano desechable y otra muy diferente ocultar actividades científicas y médicas ilegales y denigrantes, en el probable caso de que se estén realizando. Y no es preciso referirse a la moral al tratar de estos asuntos: la moral responde a un tiempo concreto y a una ideología determinada y la ciencia no puede detenerse ante semejante estrechez coyuntural, como nunca lo hizo. En todo caso cabe referirse a la ética, a esos principios inmutables ante los que, con frecuencia, miramos hacia otro lado. Que la ciencia transgreda es inevitable e, hipocresías aparte, al final a nadie le parecería mal si el cáncer termina venciéndose o las enfermedades cardiovasculares se convierten en cosa del pasado, como la viruela.
Pero lo decente es vigilar porque si el precio a pagar es en vida de niños, en manipulación de enfermos terminales y en compra de órganos a los más pobres, sería repugnante. La indecencia nos acecha en el modelo de sociedad que hemos creado entre todos aunque, al fin y al cabo, el dinero sólo puede comprar lo que está en venta. Y algunas cosas no lo pueden estar. ¿Controlar a los científicos? No lo sé. Mejor sería pagarles más.
El piso de nuestros padres
¿Qué hacen nuestros mayores para subsistir con pensiones insuficientes? Malvivir. Así, sin matices. Con frecuencia olvidamos que en España, cerca de nueve millones de hogares perciben como única o básica renta una pensión, vamos a llamarla exigua. Nuestro sistema de seguridad social es deudor de unos años con cotizaciones muy bajas y de una creciente prolongación de la esperanza de vida, lo que genera millones de hogares con pensiones muy bajas para el nivel de vida de nuestros días. Añádanse las viudas, reminiscencia de una sociedad con las mujeres trabajando en el hogar, que deja a las más de dos millones de pensionistas por viudedad con el 50% de la pensión de su cónyuge fallecido.
Es ésta una buena ocasión para llamar la atención sobre la cuantía de nuestras pensiones. Empecemos recordando que más de quinientas mil personas perciben una pensión no contributiva (porque no cotizaron en su vida laboral) de aproximadamente 400 euros. Sigamos con las pensiones mínimas, así llamadas porque son complementadas por el sistema de la seguridad social hasta un mínimo de supervivencia. Son casi un millón de jubilados con una pensión que oscila entre los 450 y los 600 euros. Casi cuatrocientos mil pensionistas por incapacidad permanente cobrando entre 450 y 900 euros. Casi setecientos cincuenta mil viudas cobrando entre 450 y 500 euros. Esto es, más de dos millones de personas con pensiones mínimas en el entorno de los 600 euros. Para terminar, el resto de los pensionistas, es decir, los que cobran su pensión en función de sus cotizaciones, sin complemento alguno. Son seis millones largos de hogares en los que la pensión media no llega a 800 euros.
Todos somos conscientes de esta situación porque nuestras familias están llenas de parientes muy cercanos que están viviendo con muchísimas dificultades y un nivel de renuncias injustas para con una vida de trabajo como la que ha soportado la generación de la posguerra española. Pero es que, además de injusta, esta vida empobrecida es impropia de quienes poseen un amplio patrimonio en su vivienda que ha sido labrado con su esfuerzo y sacrificio de ahorro a lo largo de su vida activa. En la cultura de nuestros mayores parece haberse instalado la obligación de trasladar la vivienda de los padres en herencia a los hijos como la última y generosa muestra de su responsabilidad para con ellos.
Ante esta situación, se están extendiendo dos instrumentos financieros que ayudan a estas familias a rentabilizar su patrimonio inmobiliario, es decir, su vivienda. El uno es la venta del inmueble con derecho a usufructo hasta el fallecimiento del vendedor. Es frecuente ver ya, en los anuncios de venta de viviendas, agencias especializadas en valorarlos en función de la edad del vendedor-usufructuario. Es un contrato con riesgos, demasiado aleatorio y con pérdida de valor del inmueble para el propietario, aunque lo rentabilice en sus últimos años de vida.
El otro es la hipoteca inversa. Como se sabe, la hipoteca inversa es aquella que permite hacer líquido el patrimonio inmobiliario de las personas mayores y de las afectadas por dependencia severa o gran dependencia, desde el derecho del titular a vivir en su vivienda hasta su fallecimiento, percibiendo una renta previamente establecida y permitiendo a los herederos del prestatario la recuperación de la propiedad mediante el abono al banco del préstamo realizado o recibir la cuantía restante sobre el precio de la vivienda, si esa fuera su opción.
Esta figura lleva muchos años funcionando en el mundo anglosajón; muy especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primero, este producto se denomina ‘Lifetime mortgage’ y comenzó a utilizarse, aproximadamente en 1965. En este país el límite mínimo de edad es de 60 años. Los últimos datos facilitados por el ‘Council of Mortgage Lenders’ cifran en unas 30.000 las hipotecas inversas suscritas en un año. En Estados Unidos la hipoteca inversa se conoce comúnmente como ‘Reverse mortgage’ y comenzó a desarrollarse algo más tardíamente que en Gran Bretaña, concretamente a finales de los años 80. En el país norteamericano el límite de edad es algo mayor que en Gran Bretaña (y menor que en España), estableciéndose el límite mínimo en 62 años. Según datos gubernamentales, el pasado año se contrataron más de 40.000 hipotecas inversas.
Me sorprende que este instrumento financiero tenga todavía tan poco uso en nuestro país, a pesar de que se dan claras circunstancias para su utilización, principalmente el progresivo envejecimiento de nuestra población y, tal como se decía, el gran número de pensionistas con pensiones muy bajas. El Gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados una reforma de la Ley 2/1981 del Mercado Hipotecario y en una disposición adicional ha regulado la llamada hipoteca inversa.
Para empezar, conviene decir que sólo pueden acceder a ella las personas mayores de 65 años y los afectados por dependencia severa o gran dependencia. Lo que la ley pretende es establecer garantías que protejan a este tipo de personas frente a los abusos o engaños, que de todo hay, producidos en una contratación compleja y sensible como ésta. Para ello establece que estas hipotecas sólo las pueden conceder las cajas, bancos y entidades aseguradoras autorizadas a operar en España; que el Ministerio de Hacienda establecerá el régimen de transparencia y comercialización de estas hipotecas; que las entidades que hagan estos préstamos deben otorgar a los solicitantes un asesoramiento independiente y que la deuda sólo será exigible por el acreedor (no por otros) y sólo cuando fallezca el beneficiario.
Por último, la ley prevé un abaratamiento sensible de estos préstamos, estableciendo que el acreedor no puede exigir compensación alguna por la cancelación, que los documentos notariales estarán exentos de la cuota gradual y que el cálculo de los honorarios notariales y registrales se hará aplicando los aranceles correspondientes a los ‘documentos sin cuantía’, estando exentos del Impuesto sobre Transmisiones y Actos Jurídicos Documentados.
La hipoteca inversa permite que los herederos del titular del préstamo puedan recuperar la vivienda en el momento del fallecimiento abonando al banco todo lo que éste haya desembolsado, y si deciden no hacerlo podrán recibir la cuantía que le restara por percibir al propietario de la vivienda, sin que el acreedor pueda exigir compensación alguna por la cancelación. En el primer caso, hay que tener en cuenta que muy probablemente la vivienda se habrá revalorizado, con lo que el propietario habrá podido disfrutar en vida de una parte (o de todos) de sus ahorros mejorando considerablemente su bienestar, pero permitiendo también dejar cierto legado a sus herederos.
¿Cuál es la relación entre la hipoteca inversa y la dependencia? Tenemos dos millones de octogenarios en España y la Ley de Dependencia ha establecido un derecho de las personas dependientes (sin autonomía personal) que se financia por copago, es decir, que junto a la pensión o servicios públicos, el dependiente aportará una parte de los servicios que mejorarán su calidad de vida. Hacer líquido el valor de la vivienda a través de las hipotecas inversas ayudará a satisfacer el incremento de rentas durante los últimos años de la vida para cada vez más personas en situaciones de dependencia severa o gran dependencia, sin perjuicio, naturalmente, de que esos derechos estén garantizados para quienes no posean dichas rentas. En definitiva, la posibilidad de disfrutar en vida del ahorro acumulado en la vivienda, debe contribuir a hacer más estable el ciclo vital y vivir el final de la vida con mayor bienestar.
El piso de nuestros padres
¿Qué hacen nuestros mayores para subsistir con pensiones insuficientes? Malvivir. Así, sin matices. Con frecuencia olvidamos que en España, cerca de nueve millones de hogares perciben como única o básica renta una pensión, vamos a llamarla exigua. Nuestro sistema de seguridad social es deudor de unos años con cotizaciones muy bajas y de una creciente prolongación de la esperanza de vida, lo que genera millones de hogares con pensiones muy bajas para el nivel de vida de nuestros días. Añádanse las viudas, reminiscencia de una sociedad con las mujeres trabajando en el hogar, que deja a las más de dos millones de pensionistas por viudedad con el 50% de la pensión de su cónyuge fallecido.
Es ésta una buena ocasión para llamar la atención sobre la cuantía de nuestras pensiones. Empecemos recordando que más de quinientas mil personas perciben una pensión no contributiva (porque no cotizaron en su vida laboral) de aproximadamente 400 euros. Sigamos con las pensiones mínimas, así llamadas porque son complementadas por el sistema de la seguridad social hasta un mínimo de supervivencia. Son casi un millón de jubilados con una pensión que oscila entre los 450 y los 600 euros. Casi cuatrocientos mil pensionistas por incapacidad permanente cobrando entre 450 y 900 euros. Casi setecientos cincuenta mil viudas cobrando entre 450 y 500 euros. Esto es, más de dos millones de personas con pensiones mínimas en el entorno de los 600 euros. Para terminar, el resto de los pensionistas, es decir, los que cobran su pensión en función de sus cotizaciones, sin complemento alguno. Son seis millones largos de hogares en los que la pensión media no llega a 800 euros.
Todos somos conscientes de esta situación porque nuestras familias están llenas de parientes muy cercanos que están viviendo con muchísimas dificultades y un nivel de renuncias injustas para con una vida de trabajo como la que ha soportado la generación de la posguerra española. Pero es que, además de injusta, esta vida empobrecida es impropia de quienes poseen un amplio patrimonio en su vivienda que ha sido labrado con su esfuerzo y sacrificio de ahorro a lo largo de su vida activa. En la cultura de nuestros mayores parece haberse instalado la obligación de trasladar la vivienda de los padres en herencia a los hijos como la última y generosa muestra de su responsabilidad para con ellos.
Ante esta situación, se están extendiendo dos instrumentos financieros que ayudan a estas familias a rentabilizar su patrimonio inmobiliario, es decir, su vivienda. El uno es la venta del inmueble con derecho a usufructo hasta el fallecimiento del vendedor. Es frecuente ver ya, en los anuncios de venta de viviendas, agencias especializadas en valorarlos en función de la edad del vendedor-usufructuario. Es un contrato con riesgos, demasiado aleatorio y con pérdida de valor del inmueble para el propietario, aunque lo rentabilice en sus últimos años de vida.
El otro es la hipoteca inversa. Como se sabe, la hipoteca inversa es aquella que permite hacer líquido el patrimonio inmobiliario de las personas mayores y de las afectadas por dependencia severa o gran dependencia, desde el derecho del titular a vivir en su vivienda hasta su fallecimiento, percibiendo una renta previamente establecida y permitiendo a los herederos del prestatario la recuperación de la propiedad mediante el abono al banco del préstamo realizado o recibir la cuantía restante sobre el precio de la vivienda, si esa fuera su opción.
Esta figura lleva muchos años funcionando en el mundo anglosajón; muy especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primero, este producto se denomina ‘Lifetime mortgage’ y comenzó a utilizarse, aproximadamente en 1965. En este país el límite mínimo de edad es de 60 años. Los últimos datos facilitados por el ‘Council of Mortgage Lenders’ cifran en unas 30.000 las hipotecas inversas suscritas en un año. En Estados Unidos la hipoteca inversa se conoce comúnmente como ‘Reverse mortgage’ y comenzó a desarrollarse algo más tardíamente que en Gran Bretaña, concretamente a finales de los años 80. En el país norteamericano el límite de edad es algo mayor que en Gran Bretaña (y menor que en España), estableciéndose el límite mínimo en 62 años. Según datos gubernamentales, el pasado año se contrataron más de 40.000 hipotecas inversas.
Me sorprende que este instrumento financiero tenga todavía tan poco uso en nuestro país, a pesar de que se dan claras circunstancias para su utilización, principalmente el progresivo envejecimiento de nuestra población y, tal como se decía, el gran número de pensionistas con pensiones muy bajas. El Gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados una reforma de la Ley 2/1981 del Mercado Hipotecario y en una disposición adicional ha regulado la llamada hipoteca inversa.
Para empezar, conviene decir que sólo pueden acceder a ella las personas mayores de 65 años y los afectados por dependencia severa o gran dependencia. Lo que la ley pretende es establecer garantías que protejan a este tipo de personas frente a los abusos o engaños, que de todo hay, producidos en una contratación compleja y sensible como ésta. Para ello establece que estas hipotecas sólo las pueden conceder las cajas, bancos y entidades aseguradoras autorizadas a operar en España; que el Ministerio de Hacienda establecerá el régimen de transparencia y comercialización de estas hipotecas; que las entidades que hagan estos préstamos deben otorgar a los solicitantes un asesoramiento independiente y que la deuda sólo será exigible por el acreedor (no por otros) y sólo cuando fallezca el beneficiario.
Por último, la ley prevé un abaratamiento sensible de estos préstamos, estableciendo que el acreedor no puede exigir compensación alguna por la cancelación, que los documentos notariales estarán exentos de la cuota gradual y que el cálculo de los honorarios notariales y registrales se hará aplicando los aranceles correspondientes a los ‘documentos sin cuantía’, estando exentos del Impuesto sobre Transmisiones y Actos Jurídicos Documentados.
La hipoteca inversa permite que los herederos del titular del préstamo puedan recuperar la vivienda en el momento del fallecimiento abonando al banco todo lo que éste haya desembolsado, y si deciden no hacerlo podrán recibir la cuantía que le restara por percibir al propietario de la vivienda, sin que el acreedor pueda exigir compensación alguna por la cancelación. En el primer caso, hay que tener en cuenta que muy probablemente la vivienda se habrá revalorizado, con lo que el propietario habrá podido disfrutar en vida de una parte (o de todos) de sus ahorros mejorando considerablemente su bienestar, pero permitiendo también dejar cierto legado a sus herederos.
¿Cuál es la relación entre la hipoteca inversa y la dependencia? Tenemos dos millones de octogenarios en España y la Ley de Dependencia ha establecido un derecho de las personas dependientes (sin autonomía personal) que se financia por copago, es decir, que junto a la pensión o servicios públicos, el dependiente aportará una parte de los servicios que mejorarán su calidad de vida. Hacer líquido el valor de la vivienda a través de las hipotecas inversas ayudará a satisfacer el incremento de rentas durante los últimos años de la vida para cada vez más personas en situaciones de dependencia severa o gran dependencia, sin perjuicio, naturalmente, de que esos derechos estén garantizados para quienes no posean dichas rentas. En definitiva, la posibilidad de disfrutar en vida del ahorro acumulado en la vivienda, debe contribuir a hacer más estable el ciclo vital y vivir el final de la vida con mayor bienestar.
>El piso de nuestros padres
>
¿Qué hacen nuestros mayores para subsistir con pensiones insuficientes? Malvivir. Así, sin matices. Con frecuencia olvidamos que en España, cerca de nueve millones de hogares perciben como única o básica renta una pensión, vamos a llamarla exigua. Nuestro sistema de seguridad social es deudor de unos años con cotizaciones muy bajas y de una creciente prolongación de la esperanza de vida, lo que genera millones de hogares con pensiones muy bajas para el nivel de vida de nuestros días. Añádanse las viudas, reminiscencia de una sociedad con las mujeres trabajando en el hogar, que deja a las más de dos millones de pensionistas por viudedad con el 50% de la pensión de su cónyuge fallecido.
Es ésta una buena ocasión para llamar la atención sobre la cuantía de nuestras pensiones. Empecemos recordando que más de quinientas mil personas perciben una pensión no contributiva (porque no cotizaron en su vida laboral) de aproximadamente 400 euros. Sigamos con las pensiones mínimas, así llamadas porque son complementadas por el sistema de la seguridad social hasta un mínimo de supervivencia. Son casi un millón de jubilados con una pensión que oscila entre los 450 y los 600 euros. Casi cuatrocientos mil pensionistas por incapacidad permanente cobrando entre 450 y 900 euros. Casi setecientos cincuenta mil viudas cobrando entre 450 y 500 euros. Esto es, más de dos millones de personas con pensiones mínimas en el entorno de los 600 euros. Para terminar, el resto de los pensionistas, es decir, los que cobran su pensión en función de sus cotizaciones, sin complemento alguno. Son seis millones largos de hogares en los que la pensión media no llega a 800 euros.
Todos somos conscientes de esta situación porque nuestras familias están llenas de parientes muy cercanos que están viviendo con muchísimas dificultades y un nivel de renuncias injustas para con una vida de trabajo como la que ha soportado la generación de la posguerra española. Pero es que, además de injusta, esta vida empobrecida es impropia de quienes poseen un amplio patrimonio en su vivienda que ha sido labrado con su esfuerzo y sacrificio de ahorro a lo largo de su vida activa. En la cultura de nuestros mayores parece haberse instalado la obligación de trasladar la vivienda de los padres en herencia a los hijos como la última y generosa muestra de su responsabilidad para con ellos.
Ante esta situación, se están extendiendo dos instrumentos financieros que ayudan a estas familias a rentabilizar su patrimonio inmobiliario, es decir, su vivienda. El uno es la venta del inmueble con derecho a usufructo hasta el fallecimiento del vendedor. Es frecuente ver ya, en los anuncios de venta de viviendas, agencias especializadas en valorarlos en función de la edad del vendedor-usufructuario. Es un contrato con riesgos, demasiado aleatorio y con pérdida de valor del inmueble para el propietario, aunque lo rentabilice en sus últimos años de vida.
El otro es la hipoteca inversa. Como se sabe, la hipoteca inversa es aquella que permite hacer líquido el patrimonio inmobiliario de las personas mayores y de las afectadas por dependencia severa o gran dependencia, desde el derecho del titular a vivir en su vivienda hasta su fallecimiento, percibiendo una renta previamente establecida y permitiendo a los herederos del prestatario la recuperación de la propiedad mediante el abono al banco del préstamo realizado o recibir la cuantía restante sobre el precio de la vivienda, si esa fuera su opción.
Esta figura lleva muchos años funcionando en el mundo anglosajón; muy especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primero, este producto se denomina ‘Lifetime mortgage’ y comenzó a utilizarse, aproximadamente en 1965. En este país el límite mínimo de edad es de 60 años. Los últimos datos facilitados por el ‘Council of Mortgage Lenders’ cifran en unas 30.000 las hipotecas inversas suscritas en un año. En Estados Unidos la hipoteca inversa se conoce comúnmente como ‘Reverse mortgage’ y comenzó a desarrollarse algo más tardíamente que en Gran Bretaña, concretamente a finales de los años 80. En el país norteamericano el límite de edad es algo mayor que en Gran Bretaña (y menor que en España), estableciéndose el límite mínimo en 62 años. Según datos gubernamentales, el pasado año se contrataron más de 40.000 hipotecas inversas.
Me sorprende que este instrumento financiero tenga todavía tan poco uso en nuestro país, a pesar de que se dan claras circunstancias para su utilización, principalmente el progresivo envejecimiento de nuestra población y, tal como se decía, el gran número de pensionistas con pensiones muy bajas. El Gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados una reforma de la Ley 2/1981 del Mercado Hipotecario y en una disposición adicional ha regulado la llamada hipoteca inversa.
Para empezar, conviene decir que sólo pueden acceder a ella las personas mayores de 65 años y los afectados por dependencia severa o gran dependencia. Lo que la ley pretende es establecer garantías que protejan a este tipo de personas frente a los abusos o engaños, que de todo hay, producidos en una contratación compleja y sensible como ésta. Para ello establece que estas hipotecas sólo las pueden conceder las cajas, bancos y entidades aseguradoras autorizadas a operar en España; que el Ministerio de Hacienda establecerá el régimen de transparencia y comercialización de estas hipotecas; que las entidades que hagan estos préstamos deben otorgar a los solicitantes un asesoramiento independiente y que la deuda sólo será exigible por el acreedor (no por otros) y sólo cuando fallezca el beneficiario.
Por último, la ley prevé un abaratamiento sensible de estos préstamos, estableciendo que el acreedor no puede exigir compensación alguna por la cancelación, que los documentos notariales estarán exentos de la cuota gradual y que el cálculo de los honorarios notariales y registrales se hará aplicando los aranceles correspondientes a los ‘documentos sin cuantía’, estando exentos del Impuesto sobre Transmisiones y Actos Jurídicos Documentados.
La hipoteca inversa permite que los herederos del titular del préstamo puedan recuperar la vivienda en el momento del fallecimiento abonando al banco todo lo que éste haya desembolsado, y si deciden no hacerlo podrán recibir la cuantía que le restara por percibir al propietario de la vivienda, sin que el acreedor pueda exigir compensación alguna por la cancelación. En el primer caso, hay que tener en cuenta que muy probablemente la vivienda se habrá revalorizado, con lo que el propietario habrá podido disfrutar en vida de una parte (o de todos) de sus ahorros mejorando considerablemente su bienestar, pero permitiendo también dejar cierto legado a sus herederos.
¿Cuál es la relación entre la hipoteca inversa y la dependencia? Tenemos dos millones de octogenarios en España y la Ley de Dependencia ha establecido un derecho de las personas dependientes (sin autonomía personal) que se financia por copago, es decir, que junto a la pensión o servicios públicos, el dependiente aportará una parte de los servicios que mejorarán su calidad de vida. Hacer líquido el valor de la vivienda a través de las hipotecas inversas ayudará a satisfacer el incremento de rentas durante los últimos años de la vida para cada vez más personas en situaciones de dependencia severa o gran dependencia, sin perjuicio, naturalmente, de que esos derechos estén garantizados para quienes no posean dichas rentas. En definitiva, la posibilidad de disfrutar en vida del ahorro acumulado en la vivienda, debe contribuir a hacer más estable el ciclo vital y vivir el final de la vida con mayor bienestar.
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